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Cada vez que decimos, cuando se nos viene un problema encima, “qué cruz” o “qué calvario”, lo aclamamos de forma figurada. Pese a esto, no nos podemos imaginar el sufrimiento que sería realmente llevar reamente el patíbulo, la cruz o ser crucificado, tal y como lo hacían a los condenados en la antigüedad. Durante mucho tiempo, en Roma uno de los castigos más extendidos, y que tuvo hasta especialistas en la materia, fue el de la crucifixión, famosa sobre todo por suponer el final del judío Jesús. Por ello, en este artículo vamos a hacer un resumen sobre el proceso, las formas y las historias detrás de las crucifixiones romanas.
La respuesta es no. Parece ser que la crucifixión nació en Asiria allá en el s. VI a.C., cuando se empalaba a los reos, condenados y demás prisioneros. Uno de los primeros sucesos que tenemos atestiguados al respecto, gracias al escritor griego Heródoto de Halicarnaso, es el realizado por el rey persa Darío I (522 – 486 a. C.), que crucificó o empaló a 3000 babilonios. Casi dos siglos después, en el s. IV a.C. el mismísimo Alejandro Magno hizo lo mismo: tras el asedio de Tiro en Fenicia, crucificó a más de 2000 personas como castigo ejemplarizante.
Esta fue una medida que fue adoptada también por los propios fenicios y por los cartagineses, que realizaban este castigo humillante a aquellos prisioneros romanos o condenados por varias causas durante el s. III a.C. Por ejemplo, a lo largo de la Primera y Segunda Guerra Púnica (264 a.C. – 202 a.C.), el modelo cartaginés de castigo empleado fue la crucifixión, luego aplicada por Roma. A su vez, seguramente por venganza, Roma la practicó como forma de humillar a los cartagineses, asentándose después como castigo sobre cualquier condenado, fuera o no norteafricano.
Las crucifixiones en la antigua Roma era una forma humillante de morir, pues exhibía el bajo estatus social del criminal. Era utilizada para condenar a esclavos (supplicium servile), libertos, rebeldes, piratas y enemigos. Cabe aclarar que eran crucificados tanto hombres como mujeres y niños, siempre y cuando hubieran cometido un acto contra Roma o fueran hijos de quienes lo hicieron.
Sin embargo, quienes no recibían este cruel castigo eran los ciudadanos romanos, pues no se les podía castigar físicamente, ni con látigos ni con el método de la crucifixión. La única excepción se aplicaba a los soldados de las legiones, que sí podían llegar a recibir este castigo por parte de los oficiales si cometían un grave error en la batalla o hacían algún acto contrario a las leyes romanas civiles o militares. Entonces, al soldado se le castigaba quitándole el balteus o cinturón legionario, el objeto que le identificaba como militar junto al equipo básico (túnica, caligae y balteus). Así pasaban a formar parte temporalmente de una categoría social inferior al ciudadano pero superior al esclavo, como lo eran los actores/actrices, gladiadores, prostitutas, etc.La crucifixión también era utilizada para los soldados cuando se les pillaba desertando.
Los persas crucificaban de forma rápida mediante un solo palo vertical, con una técnica que el humanista del s. XVI Justo Lipsio llamó crux simplex ad affixionem. Fueron los romanos los que crearon la crucifixión mediante la estaca vertical y otra horizontal combinables de dos formas distintas: formando una T (crux commissa o Tau) y la crux immissa, la cruz latina adoptada como símbolo por los cristianos.
Normalmente se tiende a pensar que las crucifixiones en la antigua Roma se basaban solo en fijar los clavos a través de las manos y pies, tal como vemos en numerosas representaciones de Jesús crucificado. Para reforzar esa tesis tenemos el testimonio de San Juan, quien nos narra en su evangelio que Jesús fue clavado por las manos. No obstante, esto está lejos de ser real. Fisiológicamente, es imposible crucificar a alguien solo por las manos y los pies, dado que las palmas de las manos no tienen la fuerza suficiente para aguantar el peso de una persona que ronde los 80 kg. Esto se debe a la estructura de la mano a base de huesos radiales que después forman los dedos. Similar distribución la tendríamos en los pies, que han de aguantar parte del peso, por lo que tampoco podrían ser atravesados por un clavo.
Por consiguiente, la única forma que se tenía para poder crucificar de forma eficiente sin que el reo se cayera de la cruz era fijar el clavo entre el cúbito y el radio en el caso del brazo, mientras que sería por el tobillo para la parte inferior. Además, se ataban las muñecas con una cuerda (supedaneum) para no dejar todo el peso muerto en los clavos. En cuanto a los clavos, es probable que rondaran los 20-30 centímetros de largo, lo suficiente como para poder atravesar los brazos, el madero y ser doblados por el extremo, para que no se soltaran. Adicionalmente, el reo podía apoyarse en un madero bajo sus pies denominado sedile.
Generalmente, las crucifixiones romanas eran usadas precisamente para que el condenado muriera lenta y dolorosamente, bajo el sol y otras inclemencias, por no hablar de los trastornos venosos, musculares y desgarres internos. Sin embargo, tenemos algún que otro testimonio en el que se indica que algunos crucificados fueron bajados de la cruz y cuidados.
Uno de ellos aparece en la obra “Vida de Flavio Josefo”, escrita por él mismo en época del emperador romano Tito (80 d.C.). En este texto se narra lo sucedido con los crucificados tras el asedio de Jerusalén: “[…] al regresar vi muchos cautivos crucificados, entre ellos tres que recordé como antiguos conocidos. Dolorido y con lágrimas en los ojos fui a decírselo a Tito. Inmediatamente ordenó que fueran descendidos y los atendieran con gran cuidado para hacerlos recobrarse. Pero dos de ellos murieron cuando estaban en manos de los médicos; el tercero se recuperó”.
Cuando pensamos en una crucifixión, automáticamente se nos viene a la mente siempre la de Cristo. Aun así, existieron otras famosas e importantes crucifixiones en la antigua Roma. Es el caso del destino final del esclavo y gladiador Espartaco, quien junto a 6000 compañeros más fue crucificado tras ser vencido por Marco Licinio Craso en la batalla del río Silario, al sur de Italia. Aunque según las fuentes antiguas —entre ellas, el escritor Tito Livio— su cuerpo no fue encontrado, lo más seguro es que fuera crucificado. Sí se sabe que sus compañeros atrapados en la batalla fueron condenados a morir en la cruz a lo largo de la vía Apia, entre Capua y Roma.
A lo largo del tiempo, muchos otros fueron crucificados. Son esa gente anónima de la que carecemos de información y que tanto en la República como durante el Imperio fueron castigados con este tormento. De este modo, cabe preguntarse… ¿fueron muchos los condenados a las crucifixiones en la antigua Roma? Lo más seguro es que no. A las cifras ya mencionadas de esclavos rebeldes o judíos como Cristo añadiríamos más tarde a algunos cristianos. Lo cierto es que las fuentes antiguas cristianas, como Isidoro de Sevilla, San Agustín, Tertuliano, en cierto modo exageran sus cifras de mártires para compararlo con la barbarie romana frente a su nueva fe. La crucifixión romana era una cruel tortura, pero debió de ser muchísimo menos frecuente de lo que los textos cristianos nos han querido transmitir.